Me he despertado a las 7 este domingo, normalmente abro los ojos a las 6 de la mañana y cierro los ojos otro ratito más. Finalmente he hecho un poco el vago y he mirado el móvil, así que he decidido saltar de la cama antes de las 8. A las 9, ya desayunada, me dispongo a dar mi paseo matutino, fresco, con luz tenue y el cantar de los pájaros.
Estos meses han sido raros pero necesarios, necesitaba mimarme y estar conmigo, por eso desaparecí de las redes sociales en general durante un tiempo. No he dejado nunca de escribir, eso es como un ancla que me mantiene unida a la realidad que soporta un papel en blanco y el trazado de una pluma. Le decía a una amiga mía que hacía tiempo que sentía mi voz apagada, como si en un determinado momento, sin recordar exactamente cuándo, tenían como propósito apagarme y lo consiguieron.
Esta mañana, mientras hacía “scroll” en la pantalla de Instagram, di con una publicación sobre la agorafobia. ¡Ay, agorafobia...! Hace cuánto tiempo nos conocimos y qué rápido olvida una el esfuerzo y el trabajo que supuso acabar con ella... No recuerdo si ya había hablado de ello o no en alguna publicación anterior, haré un breve inciso.
Cuando vivía en Madrid, creo que prácticamente desde el principio, me encantaba la vida de barrio, me encantaba Lavapiés... Pero todo empezó a cambiar a la hora de ir a comprar o de tener que ir a trabajar en metro – sobre todo cuando tenía que ir cargada todo el día con el violonchelo de un lado para otro en metro y en horas puntas – . Recuerdo algún día en fiestas en Malasaña o en la Paloma: qué maldito agobio. Salir a comprar me costaba horas de concentración, hacer la cola para pagar me ponía muy tensa, me recorría el cuerpo una culebra que me cortaba la respiración y me inducía al baño de sudor frío.
Vuelvo al presente, de aquello conseguí salir, con mi esfuerzo y buena terapia, volví a salir a la calle sin esfuerzo, sin pensármelo mucho ni tardar horas en concentrarme para ello. Aunque confieso que hay veces que esto me sucede alguna vez, como un pequeño ramalazo, en el que pienso: joder, es que no quiero ver personas, es que ahora mismo salir al campo a pasear se me hace un mundo inmenso, uffff, qué pereza tener que ir a comprar y tener que hablar, con lo que me gusta este silencio. Pero ya no es lo mismo, disfruto del aire, de fuera, de hablar con amigos, riego algunas plantas, podo cuando me acuerdo, recojo flores, las huelo y me paro a pensar que añoro esos años veinte (los míos) en los que la vida iba a otro ritmo y con otra intensidad. ¿En qué momento dejamos de disfrutar de las pequeñas cosas para atorarnos tanto con una vida que no nos define como personas a algunos de nosotros?
Yo, ahora mismo (9:30 de la mañana), voy a coger un ratito la cámara y me voy a pasear. Quizás al volver saque una conclusión y le encuentre la magia a haberme encontrado con esa publicación sobre la agorafobia. Es bueno recordar de dónde vienes y enfocar hacia dónde vas.
Ha pasado otro domingo, disfruté de aquel paseo, vi ciclistas por el camino. Al principio, a los primeros, les saludé. Al siguiente pelotón, me vi abordada y casi metida en la cuneta:
Qué, ¿mucha variedad que fotografiar?
Bueno...
“Pero si no ha contestado...” le oigo decir a lo lejos. “Será gañán el tío” me paro a pensar. Ya le dirán los machotes que van delante de él que sí saludo y hasta sonrío.
He visto otro domingo pasar viendo Stranger Things 4. Y hablo desde un lunes triste y apático, con sensación de enjaulada, de gritar en una cámara anecoica donde nadie puede oírme. Intuyo de mí que estoy cansada de tener que explicar que hay días en los que no puedo más con todo, que me cuesta tirar de un carro que he ido vaciando y aún así pesa muchísimo. Me he puesto una playlist de Amaral por ver si una parte de mi adolescencia quiere recuperar ese afán por seguir luchando aunque me sienta agotada. Llevo dos semanas exactas sin hacer deporte, sólo paseo de vez en cuando. Hace una semana hablabas de una agorafobia vencida y lo único que eres capaz de hacer sin pensar mucho es ir a comprar a la tienda, pero nada de pensar en un largo paseo sin rumbo, de nuevo el cielo te aplasta.
Has visitado tantas veces la cama que ya no sabes si dormir es un trabajo remunerado, siempre pasa algo, siempre hay “alguien” capaz de consumir tu energía y buena vibración para hacerte mimetizar con el fango. Hoy he tirado mi lunes por la borda y he comprado una lata de cerveza a las 19:30, hace tanto que no bebo alcohol que con media lata ya tengo resaca. Las penas flotan, por mucho que intentes ahogarlas en alcohol. Tampoco se ahogan en el humo del tabaco. Supongo que hay una diferencia muy grande en quien usa las drogas constantemente para huir de su triste realidad y quien sólo se da un pequeño respiro, analizarse a uno mismo durante un año y trabajar con las emociones también resulta terriblemente agotador. Desde que estoy triste duermo mejor; ya que todo hay que estigmatizarlo, llámalo como quieras, pero no vas a saber por qué.
Dicen que de las peores crisis existenciales o la tristeza sale el arte más preciado y agónico. Esa no es mi percepción, quizás se me haya pasado el arroz, pero cuando estoy abatida por completo no tengo ganas de hacer música, ni de grabar, ni de escribir, ni de pintar, ni de hacer fotos. Y cuando digo escribir no me refiero a un pensamiento dominguero, sino a una escritura creativa: a hacer poesía, a escribir canciones, a hacer que mi pulso inerte fluya por canciones que aún no están escritas. Tal vez mis “Ortigas” están completas y se han quemado en el horno por pensar que aún me quedaba algo más que meter en él. Tal vez lo tercero se convierta en lo primero. Y lo primero en lo tercero. Y lo cuarto en lo segundo y lo segundo en lo cuarto. No estoy haciendo “spoiler” porque tardo tanto en matar un proyecto que la prisa ahoga.
Revisar escritos, revisar poemas... no es algo que me produzca pereza, sino miedo. A veces da miedo leer las heridas que no quieres mirar, ya te has cargado los cimientos. Has limpiado el suelo de malas hierbas y prefieres levantar tu casa sola, dicen que mejor sola que mal acompañada. ¿Sabes qué borracheras echo de menos? Aquellas que tuve con aquella amiga a la que escribí una canción en 5 minutos de cabreo por decepción y que se convirtió en todo un hit de bar “¡Toca la de puta desagradecida!” que se llamó Pescado sin pescador. (Aún me gustaría pedirle perdón una y mil veces). No todas las canciones que escribes te representan para siempre, los cabreos no duran para siempre, los amigos fallan, las personas se equivocan, spoiler: yo me equivoco la primera. Me gusta recordar aquellas noches tan intensas en las que Patti Smith casi siempre salía en la conversación, será que puta desagradecida fui yo, porque me regaló conocer una parte de la cultura que a día de hoy aún me acompaña. Tengo otra canción para ella, nunca conseguí escribir la letra, probablemente haya personas que sepan qué canción es, pero lo voy a dejar aquí.
Me gusta mirar atrás y ver la dicotomía entre lo bueno y lo malo, aquellas cosas buenas que teníamos y aquellas cosas malas que hemos desaprendido y ya no queremos ser. Me gusta mirar desde la montaña con la mano por visera hacia donde estaba y hacia donde voy. Pobreta, te has creído que estabas en el fango y en realidad solo estás pisando el suelo mojado del riachuelo que hay en el sendero. El fango está ahí abajo en el valle, ¿lo ves desde aquí?
Va a ser que ponerse a escuchar Amaral funciona.
Me he acabado la lata de cerveza.
Y he acabado este post.
Y ya sin leer, disfruta de esta.
Estar en el fango no es tan malo si se disfruta con el, Y creo que dedicar tiempo a tu cuidado, siempre es tiempo bien empleado. Mucho ánimo
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