domingo, 17 de octubre de 2021

17. Lo que resuena en mi cabeza.

 






Estoy escuchando “Las alamedas” de Tarta Relena.



Mis palabras internas fluyen con ritmo y melodías que olvido al levantarme para ir al baño. Ya fueron, ya se fueron, pude escribir un libro lleno de pensamientos perdidos o confesiones que aún no veo el momento de soltar. Quizás más adelante, quizás se fueron porque aún tengo que recomponer el entero para hablar del roto.



Observamos los defectos y errores a tiempo pasado cuando la frialdad nos permite pensar sin ruido que emborrone la imagen y se manche, los propios. Los externos los sentimos con el dolor.



El lugar importa para verbalizar con comodidad lo que está dentro, conjugar el verbo es superfluo si el contenido se evapora. Quién establece los límites de lo que vivimos nosotros y lo que nos cuentan si escuchándote a ti me oigo a mí. El silencio vuelve a pesarnos a los que tratamos de digerir lo sentido y vivido, mientras oímos las voces de quienes hablan y nos cuentan las mismas cosas que vivimos hace años.



A veces me cansa que me cuenten lo que he vivido en otras bocas para no abrir la mía, porque es repetir, porque fue hace mucho, porque no es eficaz repetir el mensaje por varios mensajeros. El mensaje pierde la esencia cuando se repite.



No me siento tan joven cuando gente mayor menciona libros que leí hace años, en mis primeros veinte. No se me cansan las ganas de seguir aprendiendo de todos los ámbitos posibles de la vida, nunca es suficiente para no seguir aprendiendo. Me siguen saltando los ojos cuando veo una falta de ortografía, más si es en un libro mal corregido, pero la vergüenza vuelve a mí si la cometo yo. Entonces enrojezco y no entiendo cómo pudo suceder si aún sigo buscando palabras en el diccionario cuando no estoy segura de cómo se escriben. 



Aún cambiando de máquina de escribir a otra más pesada ella sigue corriendo por la mesa hacia la izquierda y me retuerce la espalda. Me retuerce la espalda y constantemente la giro de nuevo hacia la derecha de la mesa. Escribo retrocediendo porque alguna tecla no ha quedado bien pulsada, rara vez me equivoco de letra y a veces me agota que sea tan rápido cambiar de línea. Nos hemos malacostumbrado demasiado al ordenador: a borrar errores, a corregir, a cambiar frases que al final pierden la esencia. Cuando me levanto de la máquina es porque no tengo la frase que quiero aún, pero intento no escribir mal, porque entonces el folio se convierte en borrador. Nos hemos acostumbrado a la inmediatez de las facilidades digitales, ganando tiempo... Pero, ¿qué es el tiempo? ¿No necesitas pausa o vivir para emitir palabras coherentes? ¿No necesitamos tiempo para leer y escribir mejor? ¿No nos damos cuenta de que no es vivir un día más sino un día menos?



Esta Olivetti me encanta, me resulta fácil escribir con ella, me concentro más que con la tecnología de un ordenador portátil – pasando a digital el texto, en cambio, sí me descentro– y cuando no me sale una palabra me levanto y observo alrededor. Quién dijo que tuviéramos que amoldarnos siempre a la evolución tecnológica sin escuchar nuestros propios latidos y qué nos piden los pulmones.



Oigo el viento soplar fuerte, desde aquí nunca sé si es día de diario o fin de semana, aquí siempre es un día cualquiera. Soy consciente de que tampoco podría tener compañeros de piso a cualquier hora del día con mis manos tecleando la máquina de escribir. Seguramente levantaría dolor de cabeza a más de una persona. Hace tiempo, cuando empezaba a escribir a máquina, llegué a ponerme tapones porque me dolía mucho la cabeza pero no podía parar de escribir. Hoy en día, la verdad es que o ya no me duele tanto la cabeza o es que me he quedado sorda.

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