Hoy, domingo, me planteo si le damos demasiadas expectativas a un día que parece que va a ir bien.
Al contrario que cuando nos despertamos con el pie izquierdo y pensamos que el día ya no va a mejorar.
Hoy he empezado genial y he acabado agotada, triste y sin ganas de hacer prácticamente nada.
Todo empezaba con mi recuerdo de ayer, qué bien, se llevaron a un perro que andaba sólo por las calles hacía un tiempo. Pensaba que iban a tardar más, pero no, todo fue genial. He descansado, he hecho la comida y me he duchado. Tras vestirme bien abrigada pensaba en lo maravillosa que podía ser la tarde del domingo, pero ésta me ha aplastado.
Estos días hace mucha niebla y pensé que podría aprovechar el sol de la tarde para cubrirme de vitamina D y escribir un ratito sentada al sol. Me puse un culín de vino que quedaba en un vaso y cogí un cigarro, era mi rato de desconectar y respirar aire limpito.
De repente, miro un poco más allá, qué extraño, ese gato está precioso ahí tumbado, qué raro que no se asuste de verme. La imagen otoñal es preciosa, ese gato espatarrado tiene unas hojas amarillas cubriéndole por encima con una línea recta, como si una mano divina las hubiera dejado justo ahí a posta. Diría que Dios existe si fuera un poquito creyente. Cuando me acerco un poquito más me doy perfectamente cuenta de la pena que me va a venir encima. Hay un gato blanco muerto.
El día comienza a dar los últimos rayos de sol y el frío se mete en los huesos de las manos, como si la niebla amenazara de nuevo. La pena me agolpa como si me dieran un buen revés en la mandíbula, es un gato con el que apenas he tenido contacto y pienso que si este me da pena, no quiero imaginarme la familia de gaticos que suelen venir a verme todos los días. Miro al gato negro, que juega conmigo al escondite y a seguirme:
No te mueras tú, eh, que si ahora esto me pilla fatal, no me quiero imaginar tener que enterrarte a ti.
El gato negro, Gato, se queda sentado mirándome mientras cojo un cubo con tierra y una pala.
El pobre pesa un montón, me cuesta mucho moverle hacia otro lugar con la pala, echo la tierra por encima y vuelvo a casa. Intento hacerlo lo más rápido posible. Ni siquiera me quedo mirando más de diez segundos, odio las despedidas.
Buen viaje, le deseo en silencio. Supongo que no hay otra que aceptar que me ha tocado a mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario